Durante la madrugada la terminal se quedaba vacía, solo el personal de limpieza pululaba entre las tiendas, pasillos y baños, dando un poco de vida a un espacio tan inmenso.
Los bancos estaban ocupados por gente tendida descansando y esperando. Dormir se hacía difícil porque con una mano sujetaban sus pertenencias y usando los bolsos como almohadas, no eran capaces de desconectar aunque todos lo intentaban.
Compró la prensa, y por un momento pensó en sentarse en un hueco en un banco cercano, pero una sensación de hambre le recordó que ya hacía horas que había tomado un tetempié, un mini bocadillo y unos higos, y su estómago reclamaba algo dulce.
Se giró y, como respuesta a su deseo un aroma a bollos recién hechos hizo que se le hiciera la boca agua. Y no lo pensó. Del horno salió una bandeja enorme con suizos, trenzas de azúcar, ensaimadas y croissants. El molinillo de café rompía los granos haciendo que su aroma se extendiera por todo el local. Una delicia.
Ana, por la placa que llevaba prendida en su uniforme, tomó nota de lo que deseaba y en breves momentos todo estaba dispuesto en su mesa.
Se sintió reconfortado, no solo por la comida, sino por el ambiente inusual en una cafetería de aeropuerto. Semejaba un bistro. Uno de esos cafés franceses con manteles de cuadros de vichy y madera. La camarera colocaba en un pequeño mostrador fuentes con tapas de cristal, bollería y tartas recién hechas y cortadas en porciones. Todo un mundo de tentaciones.
Le dio tiempo a observarlo todo porque se estaba bien, era ecogedor y las tres horas que faltaban para embarcar pasarían más rápidamente en ese lugar.
Esa sensación de sosiego lo reconfortó. Tenía que seguir adelante con su vida y era un buen principio.
Cuando a las diez de la mañana puso pie en el aeropuerto de Edimburgo, no se le pasó por la cabeza que en mucho, muchísimo tiempo no regresaría a España.