Cuando iba a la Universidad andando se paraba en una panadería de la que salía un aroma a pan que se le hacía la boca agua. Había heredado de su madre ( aunque dicen que en los genes no vienen esas preferencias ) el gusto por el pan, del buen pan, siempre dejaban para el final de la comida un trocito de lo más rico, corteza casi siempre y era el mejor postre.
Hoy era el último día de su estancia y de camino a la estación tenía pensado entrar en la panadería, no se iba a ir sin probar esas " delicatessen ".
Pan, sabía como se decía, pero pedir pan con pistachos, con pasas, con pipas, pan dulce con perlas de chocolate negro...eso sí que no, así que optó por el lenguaje universal de los signos y se llevó una bolsa de papel con cinco tipos de panecillos.
Un poco más adelante, una casita le llamó la atención, de fachada antigua de piedra y macetas con plantas en las ventanas, una casa de comidas, sí, como las que antes había por aquí, solo que también cortaban distintas variedades de queso, cogió de dos tipos, uno estilo brié y otro parecido a nuestro manchego; también había fiambres, pero no tenía ni idea de lo que podía ser.
Se fijó en que en la parte del establecimiento dedicado a tienda había una zona para comer, separado de la zona de comidas, le pidió al tendero si lo podía tomar allí y muy amablemente le dijo que sin ningún problema.
La combinación de los panecillos con los quesos estaba magnífica y un café lo convirtió en una de las mayores satisfacciones en el país germano.
Le gustó en general la forma de comer de la zona, una comida sana con mucho zumo, ensalada, verduras, carnes asadas...echó en falta el pescado.
Una cosa le llamó mucho la atención, siempre se acababan lo que había en el plato, se lo hizo notar a una amiga y le dijo que era un hábito que se arraigó desde los tiempos de la segunda guerra mundial, habían pasado mucha hambre y privaciones y les parecía una desconsideración dejar comida en el plato.
Hasta mañana
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