lunes, 26 de enero de 2015

Relato de invierno Capítulo III

La campanilla de la puerta lo despertó de su ensimismamiento. No era consciente del tiempo que llevaba recostado en el sofá , sólo sabía que su paz interior, a duras penas mantenida, se había visto vapuleada por el contenido del email.
Su hermana melliza, Sara, le decía que su madre se encontraba muy mal. Los médicos le habían dado el alta para que pasara en su hogar y rodeada de los suyos, sus últimos días. "Ven lo más pronto que puedas, hermano"
No por esperado se sentía menos. Había estado con su familia el mes anterior y la vió sonriente pero muy débil. Luchando siempre porque era muy optimista, pero su cuerpo claudicaba frente al cáncer aunque su mente quisiera hacerse fuerte. La adoraba, desde siempre, y ahora se desgarraba por dentro por no poder serle de ayuda.
Levantó la vista y allí en el umbral estaba su vecina Sandra. Radiante, como siempre, y con dos tartaletas de manzana para compartir con el librero. Olían a gloria, como todo lo que hacía esta dulce mujer que, viuda y con hijos fuera, no veía el momento de agasajar a sus vecinos con tartas y galletas, que no haría si solo las preparara para ella. Eso decía.
Ni siquiera tuvo que levantarse porque ella, después de coger una taza de café, se acomodó a su lado y le pasó un brazo por encima de los hombros preguntándole qué le pasaba. No podía articular palabra y solo sentía unas inmensas ganas de desahogarse. Como pudo le contó lo de su madre, que tendría que buscar un vuelo e irse lo más rápido posible. Sandra cogió la tablet que había quedado abandonada en el sofá y se pusieron a ello. En media hora tenía vuelo para primera hora del día siguiente.
No sabía cómo darle las gracias a su amiga por estar cuando la necesitaba, ahora y en todo momento. Desde el primer día empatizaron a la perfección. Sandra acudía a la tienda con cualquier excusa, un libro, un té, hablar de una película o solo comentarle el maravilloso día que hacía. El librero, encantado porque su amiga era un torrente de alegría y su presencía siempre le arrancaba una sonrisa. 
Con la promesa de que la llamaría cuando llegara y hubiera visto a su madre, Sandra se fue dándole antes un gran abrazo.
Daniel cerró la tienda y se encaminó a su casa para coger algo de ropa. Esperaba que su mujer fuera a comer con alguna amiga, no tenía ganas de verla y darle explicaciones.
Subió al coche que tenía aparcado cerca y se sintió como en una nube. Aún estuvo sentado unos minutos antes de ponerse en marcha hacia el aeropuerto.
Volvía a Escocia, donde había nacido, pero la alegría se empañaba porque tenía que despedirse de su queridísima madre.